miércoles, abril 22, 2009

En la Iglesia Católica nadie está obligado a ser célibe, porque nadie está obligado a ser sacerdote.



Uno de los asuntos de los cuales más se habla en algunos ambientes eclesiásticos (y no eclesiásticos), y hacia el cual más de una denominación cristiana orienta sus críticas, es la disciplina actual de la Iglesia Católica según la cual quien se acerca a las Sagradas Ordenes (sacerdocio) debe profesar votos de castidad perpetua (celibato). Digamos desde un primer momento que se trata de una disciplina eclesiástica sujeta a cambio, que de hecho cambió y puede, teóricamente, seguir cambiando. No se trata de un dogma de fe. La hermana Iglesia Ortodoxa, que ordena sacerdotes "válidamente" según el juicio de la Iglesia Católica, admite hombre casados al sacerdocio. Es más, la misma Iglesia Católica en los países donde predomina el rito Bizantino (por ejemplo en Ucrania, por mencionar uno) ordena sacerdotes a hombres casados, los cuales continúan viviendo vida matrimonial después de la ordenación. Pero al mismo tiempo la Iglesia cree que el celibato sacerdotal es un don de Dios, y que hoy por hoy sería un error cambiar la legislación actual. Y la bimilenaria Iglesia tiene sus buenos motivos. Expongo aquí sucintamente algunos pensamientos sobre el tema. No se trata de un tratado exhaustivo, sino apenas un resumen, algo que el laico sencillo pueda entender sin mayores estudios teológicos y sin necesidad de recurrir a gruesos tratados de historia de la Iglesia. Dejamos de lado las muchas razones de orden teológico y pastoral que evidencian la oportunidad de esta disciplina (y que son en verdad cuantiosas y de no poca monta), y vemos solamente el proceso histórico de esta decisión. Es decir, el presente escrito no responde a todas la preguntas sobre el tema ni es una defensa acabada del celibato, sino que trata de responder a la pregunta: ¿de dónde proviene esta práctica en la Iglesia Católica? ¿Cómo fue evolucionando el asunto? ¿Fue siempre así como lo conocemos hoy? Quien quiera profundizar sobre los motivos de orden teológico que han llevado a la Iglesia por el camino del celibato sacerdotal, puede leer con provecho la magistral encíclica de Pablo VI "Sacerdotalis Caelibatus", entre otros muchos esclarecedores documentos de la Iglesia.

En el Nuevo Testamento

Para entender el motivo último de esta práctica eclesiástica y valorar los alcances profundos de la misma hay que leer y meditar Mateo 19:10-12 y, sobretodo, el capítulo 7 de la primera carta de San Pablo a los Corintios. Estos textos dan "el espíritu" que late tras la legislación del celibato sacerdotal. Leyendo estos pasajes, el fiel entiende que se trata de una vocación de Dios, en vistas al Reino de Dios, y que sólo sin razonar puede alguien rápidamente afirmar que "es un invento de los curas"; en efecto, más allá de la disciplina eclesiástica, que puede cambiar y de hecho fue cambiando con el paso del tiempo, sin embargo quedarán siempre en pié aquellas claras palabras del apóstol: "el célibe se ocupa de los asuntos del Señor…, mientras que el casado de los asuntos del mundo… y está dividido" (1 Cor 7). Si perdemos de vista estos textos bíblicos, perdemos de vista el centro de la cuestión. En la evolución histórica de la legislación celibataria pueden distinguirse (y somos conscientes de simplificar demasiado las cosas) tres momentos principales:


a) de los comienzos al siglo IV;

b) del siglo IV al XII;

c) del siglo XII a nuestros días.


a) La comunidad apostólica y los tres primeros siglos de la Iglesia

Hay algunos textos ya en los escritos del Nuevo Testamento que nos ilustran sobre la situación de la Iglesia primitiva en esta materia. San Pablo pide que los obispos y diáconos sean "casados una sola vez", o "maridos de una sola mujer" (I Tim 3:2.12; Tito 1:6). Esto, en un primer momento, como se apresuran a hacérnoslo saber algunos hermanos evangélicos, parecería excluir la idea de un sacerdote u obispo "célibe". Ahora bien, no debemos olvidar que el mismo Pablo nos hablaba de la conveniencia de "no estar divididos" (es decir, no estar casados), y agregaba que él quisiera que "todos fuesen como él" (1Cor 7:7-8), dejando claro que él mismo no tenía mujer, y que prefería - ciertamente no imponía - que el servidor de Dios tampoco la tuviese (incluye también la virginidad femenina, como camino ideal de quien quiera servir a Dios con corazón indiviso). Es decir, lo que San Pablo pedía con "que sean de una sola mujer" no era que necesariamente se casaran y tuvieran al menos una mujer - como lo interpretan algunos cristianos, lo cual sería exactamente lo contrario de todo lo que el mismo Pablo escribió en 1Cor 7 - sino que no sean personas que lleven una vida disoluta, con varias mujeres, o que se hayan casado más de una vez. Se trata de una orden que señala un límite (no más de una mujer), y no una obligación (al menos una mujer). Es por otro lado obvio que en el comienzo de la predicación cristiana, cuando el celibato no era un estado admitido en la sociedad, los Apóstoles no esperasen encontrar hombres célibes en número suficiente para regir las numerosas comunidades cristianas que iban surgiendo, pues simplemente no los había, y no se podía pensar que el deseo de Pablo de que el servidor sea célibe fuese inmediatamente aceptado y practicado en toda la Iglesia. No había entonces seminarios: había que fundar las comunidades cristianas con la predicación, y para ello se escogía a los hombres más capacitados en ese momento. Por ello Pablo exige al menos lo indispensable, a saber, que no sean libertinos, o que no hayan tenido ya varias mujeres. Incluso es de admirarse que, en ese ambiente naturalmente contrario a la abstención sexual, Pablo haya tenido la claridad y el valor de predicar que "es mejor no casarse". Sus palabras son sin duda de un gran calibre profético. Lo mismo cabe decir de los textos donde Pablo señala que "si el obispo no es capaz de ordenar su propia casa, cómo será capaz de ordenar la iglesia". No está diciendo que los candidatos deben ser necesariamente casados, y que un célibe no puede ejercer ese cargo, sino que el candidato, que debía ser una persona de cierta edad y experiencia, y por lo tanto bien casado, debía dar muestras de buen gobierno de su propia familia antes de querer gobernar a la Iglesia de Dios. Esta fue la práctica de la Iglesia durante los primeros siglos, a saber, admitía los candidatos casados a las ordenes sagradas, siempre y cuando diesen testimonio de un matrimonio vivido de manera irreprensible; al mismo tiempo, y siguiendo las enseñanzas de Jesús y de Pablo de las que hemos hablado más arriba, siempre fue estimado por todas las iglesias el don del celibato por el Reino de los Cielos, y es lógico pensar que muchos comenzaba ya a vivir ese estado de vida tan particular. En otras palabras, había ministros casados y ministros célibes, aunque no podemos determinar la cantidad y la proporción con respecto a los casados, o los oficios que se reservaban a unos u a otros, etc. Además, las costumbres de las distintas iglesias locales eran diversas en este sentido, aunque los principios que enunciamos eran respetados en todos lados. Recordemos que a la hora de acudir a los documentos escritos, no es mucho lo que de aquella lejana historia podemos asegurar con ciencia cierta en el campo que vamos tratando. Algunos estudiosos, por ejemplo, se inclinan a pensar que, si bien no era obligatorio, la mayoría de las iglesias locales, tal vez celosas de las palabras del Apóstol, guardaban la costumbre de admitir a las órdenes sagradas preferiblemente a los célibes. Antes de seguir adelante señalo aquí una observación que hay que tener muy en cuenta a la hora de "datar" las enseñanzas o las prácticas de la Iglesia: cuando un concilio o un Papa legislan o definen una determinada doctrina, no quiere decir que esa doctrina haya sido "introducida" en la Iglesia en ese tiempo, sino más bien que se trata de algo que ya existía, y sobre lo que sólo ahora parece necesario legislar. Demos un ejemplo más reciente: si un historiador del siglo veintiséis leyese en los libros de historia que fue recién Juan Pablo II en el siglo veinte quién definió solemnemente sobre la imposibilidad de la ordenación sacerdotal de mujeres, ¿podría él concluir legítimamente que la doctrina católica de la no-validez de la ordenación de mujeres fue "introducida en la Iglesia" sólo en el siglo veinte? Se equivocaría si así pensase nuestro imaginario historiador, pues la decisión de Juan Pablo II no es una "innovación", sino una "explicitación" de una doctrina mantenida desde siempre, pero sobre la cual no había necesidad de legislar con anterioridad, pues era mantenida por la totalidad de los fieles. Algo similar sucede con la "legislación" sobre el celibato sacerdotal: que se haya legislado recién en los siglos III o IV no quiere decir que el tema era desconocido antes. Este principio se aplica a muchas definiciones dogmáticas que algunos se apresuran a ver como "innovaciones" de la Iglesia, cuando en realidad no son sino un explicitar lo que ya se venía creyendo con anterioridad (así el dogma del primado del Obispo de Roma, la Asunción de la Virgen, y tantas otras doctrinas).


b) Del siglo IV al XII

Si bien es probable que las iglesias locales hayan legislado sobre esta materia con anterioridad, lo que nos ha llegado de más antiguo son las decisiones del Concilio de Elvira (entre los años 295 y 302), que fue un concilio de obispos de las tierras que hoy son España. Dicho Concilio manda que los obispos, sacerdotes y diáconos admitidos a las órdenes sean célibes, o bien dejen a sus legítimas mujeres si quieren recibir las sagradas ordenes. Esta práctica no fue reglamentada de igual modo en las iglesias del mundo oriental (Asia Menor), que no impedían a los obispos y sacerdotes ordenados seguir en comunión con sus respectivas esposas. En occidente, por el contrario, la predicación de los grandes pastores del siglo IV y V testimonia decididamente una clara preferencia por el sacerdocio celibatario. Se pueden encontrar testimonios históricos de la existencia en occidente de sacerdotes que vivían con sus esposas, pero eran los que se encontraban "en el campo", lejos de sus obispos, o por otras razones. También tenemos un testimonio del año 386: el concilio romano convocado por el Papa Siricio, que prohibía a los sacerdotes continuar relaciones con sus ex-mujeres. En realidad las leyes variaban de un lugar a otro; no olvidemos las grandes distancias que había que recorrer en aquellos tiempos para comunicarse, de modo que las decisiones de una iglesia local tardaban tal vez años en llegar a oídos de las otras iglesias. No era raro que, a pesar de las indicaciones de los concilios y de la preferencia popular del pueblo por los sacerdotes célibes, algunos tomasen mujer; en muchas de las iglesias esto era motivo suficiente para impedir que un diácono o sacerdote fuera ordenado obispo u ocupara un puesto de cierta importancia. Concilios del siglo VI y VII reglamentan explícitamente que los obispos "deben" dejar a sus esposas una vez ordenados, mientras que para los sacerdotes y diáconos parecería no "exigirse" la separación. Aún en el siglo VIII encontramos que el Papa Zacarías no quería aplicar a todas las iglesias locales las costumbres más propias de algunas, de modo que cada una podía legislar como le parecía más oportuno (respuesta al Rey Pepino). Y hubo tiempos de particular decadencia en la historia, cultura y religiosidad del mundo cristiano europeo (la que dio en llamarse "Edad de Hierro"), cuando muchos obispos, sacerdotes y diáconos tomaban mujeres y engendraban hijos, a los cuales podían heredar sus posesiones. Curiosamente, a pesar de estas "costumbres" poco admirables, el celibato nunca dejó de tener, a veces más a veces menos, su lugar privilegiado en la enseñanza y en la legislación de la Iglesia de occidente. Lo que nunca se aceptó en ningún lado fue que un ordenado pudiese casarse. El casado podía ordenarse, pero el ordenado no podía casarse.


c) Del siglo XII a nuestros días

Recién en el año 1123, con el primer concilio Laterano, se reglamentó que el candidato a las órdenes debe abstenerse de mujer, y que el matrimonio de una persona ordenada era inválido, de modo que todo trato con mujer una vez recibida la ordenación pasaba a ser simple concubinato. En este espíritu reglamentarían todos los Concilios posteriores. Es claro que no inmediatamente la ley se puso en práctica en todos lados, pero poco a poco fue cobrando fuerza de costumbre en todas las iglesias de occidente. En nuestro días, esta doctrina encuentra muchos adversarios, pero como vimos, no es nada nuevo. La Iglesia no define el celibato como una necesidad absoluta, pero lo ve como el mejor medio para que el siervo de Dios y de su pueblo pueda actuar "sin divisiones".


Nadie está obligado a ser célibe


Finalmente digamos que en este tema hay que saber hablar con exactitud, ya que el mal uso de las palabras entorpece el diálogo y no ayuda a ver la realidad de las cosas. Se oye con frecuencia expresiones de este tipo: "La Iglesia impone a los sacerdotes el celibato", o bien en forma interrogativa: "¿Porqué los sacerdotes no se pueden casar?". Si bien se entiende que el celibato es una reglamentación eclesiástica, una "ley" de la Iglesia, sin embargo no me parece que sea del todo correcto hablar de "imponer" el celibato, o de "obligar" al mismo. En la Iglesia Católica nadie está obligado a ser célibe, porque nadie está obligado a ser sacerdote. Me explico: Por los motivos ya enunciados en el Nuevo Testamento y que hemos sugerido más arriba y por muchos otros motivos de mucho peso, a la Iglesia de Cristo de los últimos mil años le ha parecido bien considerar la vocación al sacerdocio y la vocación al celibato como una única vocación. (Esto no impide que alguien pueda ser también célibe, temporalmente o de por vida, por otros motivos o fuera del sacerdocio). El punto principal aquí es en realidad el siguiente: la vocación sacerdotal es un llamado gratuito de Dios para su Iglesia, y no un derecho personal del candidato. No sucede con el sacerdocio lo que sucede con otras profesiones humanas, a las cuales "tengo derecho": la Iglesia, al unir "sacerdocio" con "celibato" no está "imponiendo nada a nadie", porque nadie tiene que ser sacerdote; más bien hay que decir que al obrar así está ejerciendo un "derecho" dado por Dios mismo a su Iglesia de determinar ciertos aspectos disciplinares del oficio sacerdotal. De hecho es precisamente la Iglesia la que ordena sacerdotes para destinarlos al servicio divino. Si no fuera así, ¿en qué quedaría el sacerdocio? ¿cuál sería su finalidad? ¿sería cada uno sacerdote según su propio parecer? En la Iglesia hay cientos de maneras de servir al pueblo de Dios, y si alguien cree que es llamado a ocupar un lugar activo en la Iglesia - ¡y en verdad todos lo están! -, pero a la vez cree que no está llamado al celibato, sepa que puede ocupar ese lugar según el don que Dios le dio, sujetandose al parecer de la Iglesia, y no debe buscar a toda costa "ser sacerdote". El sacerdocio es un oficio sagrado de la Iglesia en bien de la Iglesia, y es ella la que determina, en los diversos períodos históricos de su vida, de qué manera conviene mejor ejercer este oficio. El candidato al sacerdocio tiene largos años para reflexionar y prepararse. No creo que sea lícito hablar de "obligación" en sentido de "imposición forzada". Demás está decir que para ello la Iglesia debe saber preparar a los candidatos debidamente, de modo que puedan aprender a vivir una vida tan particular; en esto está el secreto del "éxito" del sacerdote célibe. Pero ese es otro tema.
P. Juan Carlos Sack (juancarlossack@ive.org)
Instituto del Verbo Encarnado
Kazan-Roma

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